El hombre que estaba sentado a mi lado en el colectivo 93 se removía en su asiento de forma incómoda. Tanto, que me llamó la atención.
De pronto se levantó y se ubicó adelante, en otro asiento “de dos” junto a otra persona. Giró su cabeza y me observó, no una, sino dos o tres veces. Yo lo miré y pensé: que actitud sospechosa la de este hombre. De haberse cambiado lo lógico, al menos para mí, era pasarse a un asiento, sólo. Entonces llevé la mano a mi cintura para agarrar mi celular y no estaba. Tanteé mis otros bolsillos del traje y no lo sentí. El hombre, nuevamente me miró. Ahí supuse que me habían robado el teléfono, mejor dicho que él me había robado el teléfono. Era un "kyocera" fuera de moda, pero no importa. Era mío. Todos esos movimientos que el hombre había hecho sumado a sus miradas avalaban mis sospechas.
Indignado, pensé en que acción tomar. Y me dije, si le digo algo seguramente va a reaccionar, y lo hará para disimular. Tendré que estar preparado para una escena. ¿La dejo pasar? No, ni loco. ¿Espero a que baje?-tampoco, vaya a saber dónde lo hace. Entonces me paré a su lado y le dije en voz baja: -por favor, señor, ¿se puede fijar en su bolso si no se “cayó” mi celular? - Me miró extrañado porque pareció no entender la frase y se puso a buscar en el suelo y debajo del asiento. –No, no hay nada- me respondió-. Y agregué, siempre en voz baja y con “buenos modales”: - No, señor, fíjese adentro de su bolso-. El hombre demoró unos segundos en comprender e, indignado, comenzó a gritar: - ¡¿Que se creé que soy, un ladrón?. Eh?!-. Y comenzamos un intercambio de frases fuertes. Yo le pedía que me mostrara su bolso. Él se negaba y casi lo abrazaba. Habíamos subido el tono de voz al punto que el chofer, gritó: -A ver ustedes dos si se calman…!
Estaba llegando a mi parada y mucha era la bronca que tenía. En silencio pero con una mirada desafiante con una mano tomé la manija a espalda del hombre, y con la otra la que estaba al frente de éste, como avisándole que no le iba a permitir bajar.
De pronto, en un movimiento, mi brazo rozó mi pecho izquierdo y sentí en mi bolsillo interior del saco algo duro. ¡Uy!, -pensé- ¿será el celular o mi billetera? Estaba seguro que había revisado en todos los bolsillos. Ante la duda, y viendo que ya estaba en la parada que debía bajarme me di vuelta y toqué el timbre. En ese momento no me animé a revisar que era lo que había "rozado", porque si encontraba el celular se armaba peor y, confieso, no iba a poder soportar la escena ridícula a la que me iba a exponer. Mucho mayor a la que ya había generado. Me di vuelta y toqué el timbre. No sin antes volver a mirar al hombre que seguía sentado con su bolso en la mano.
Me bajé, caminé unos cuantos metros más si animarme a conocer la respuesta. Cuando por fin a la media cuadra y casi entrando al edificio metí la mano en el bolsillo y extraje entre insultos mi "Kyocera" sano y salvo.
¡Que vergüenza!. ¡Pobre hombre!-pensé. Lo correcto hubiera sido una disculpa arriba del colectivo. Pero el temor al ridículo y la vergüenza pudieron más y me bajé como un cobarde. Las sospechas que tenía en ese momento de que me había robado eran para mi suficientes para acusarlo de ladrón. Injustamente como comprobé luego. Las frases corrieron en mi mente una y otra vez: “Las apariencias engañan”. “No todo es lo que parece”. “Nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”.
¡Que pelotudo!, me insulté a si mismo. Me sentí un miserable. Y me quedé corto.
Esta situación que describo la viví hace unos cinco años atrás, y la traje a colación luego de leer una entrada de Nacho Goano en su blog. Y me identifiqué en un ciento por ciento con lo que él sintió luego de una situación ocurrida en diferente circunstancias pero en el fondo parecida.
De pronto se levantó y se ubicó adelante, en otro asiento “de dos” junto a otra persona. Giró su cabeza y me observó, no una, sino dos o tres veces. Yo lo miré y pensé: que actitud sospechosa la de este hombre. De haberse cambiado lo lógico, al menos para mí, era pasarse a un asiento, sólo. Entonces llevé la mano a mi cintura para agarrar mi celular y no estaba. Tanteé mis otros bolsillos del traje y no lo sentí. El hombre, nuevamente me miró. Ahí supuse que me habían robado el teléfono, mejor dicho que él me había robado el teléfono. Era un "kyocera" fuera de moda, pero no importa. Era mío. Todos esos movimientos que el hombre había hecho sumado a sus miradas avalaban mis sospechas.
Indignado, pensé en que acción tomar. Y me dije, si le digo algo seguramente va a reaccionar, y lo hará para disimular. Tendré que estar preparado para una escena. ¿La dejo pasar? No, ni loco. ¿Espero a que baje?-tampoco, vaya a saber dónde lo hace. Entonces me paré a su lado y le dije en voz baja: -por favor, señor, ¿se puede fijar en su bolso si no se “cayó” mi celular? - Me miró extrañado porque pareció no entender la frase y se puso a buscar en el suelo y debajo del asiento. –No, no hay nada- me respondió-. Y agregué, siempre en voz baja y con “buenos modales”: - No, señor, fíjese adentro de su bolso-. El hombre demoró unos segundos en comprender e, indignado, comenzó a gritar: - ¡¿Que se creé que soy, un ladrón?. Eh?!-. Y comenzamos un intercambio de frases fuertes. Yo le pedía que me mostrara su bolso. Él se negaba y casi lo abrazaba. Habíamos subido el tono de voz al punto que el chofer, gritó: -A ver ustedes dos si se calman…!
Estaba llegando a mi parada y mucha era la bronca que tenía. En silencio pero con una mirada desafiante con una mano tomé la manija a espalda del hombre, y con la otra la que estaba al frente de éste, como avisándole que no le iba a permitir bajar.
De pronto, en un movimiento, mi brazo rozó mi pecho izquierdo y sentí en mi bolsillo interior del saco algo duro. ¡Uy!, -pensé- ¿será el celular o mi billetera? Estaba seguro que había revisado en todos los bolsillos. Ante la duda, y viendo que ya estaba en la parada que debía bajarme me di vuelta y toqué el timbre. En ese momento no me animé a revisar que era lo que había "rozado", porque si encontraba el celular se armaba peor y, confieso, no iba a poder soportar la escena ridícula a la que me iba a exponer. Mucho mayor a la que ya había generado. Me di vuelta y toqué el timbre. No sin antes volver a mirar al hombre que seguía sentado con su bolso en la mano.
Me bajé, caminé unos cuantos metros más si animarme a conocer la respuesta. Cuando por fin a la media cuadra y casi entrando al edificio metí la mano en el bolsillo y extraje entre insultos mi "Kyocera" sano y salvo.
¡Que vergüenza!. ¡Pobre hombre!-pensé. Lo correcto hubiera sido una disculpa arriba del colectivo. Pero el temor al ridículo y la vergüenza pudieron más y me bajé como un cobarde. Las sospechas que tenía en ese momento de que me había robado eran para mi suficientes para acusarlo de ladrón. Injustamente como comprobé luego. Las frases corrieron en mi mente una y otra vez: “Las apariencias engañan”. “No todo es lo que parece”. “Nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”.
¡Que pelotudo!, me insulté a si mismo. Me sentí un miserable. Y me quedé corto.
Esta situación que describo la viví hace unos cinco años atrás, y la traje a colación luego de leer una entrada de Nacho Goano en su blog. Y me identifiqué en un ciento por ciento con lo que él sintió luego de una situación ocurrida en diferente circunstancias pero en el fondo parecida.
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