Ir al contenido principal

Anécdotas de la era de(l) Piedra.

¡Corré, boludo, corré!- me gritó Daniel mientras venía o, mejor dicho, corría hacia mí. No me puedo olvidar la cara del "Pere", a quién también le decíamos "el topo" que, pálido, corría como nunca lo hizo en tantos de los partidos que habíamos jugado en esos años de secundaria. No era un topo, era una laucha por la velocidad en la que escapaba.
Y yo, parado, sin todavía comprender que ocurría miraba la escena como si estuviera frente a una de esas series de "sábados de súper acción"  que transmitía canal 11...hasta que reaccioné...

***
Todos los viernes, con mis amigos del colegio secundario, nos juntábamos después de gimnasia (a la que siempre se empeñan en llamar educación física, pero muchos lo suponen una tortura física) para jugar a la pelota. No le decíamos "fútbol" como ahora. Bueno, sí, ese era el deporte, pero nosotros jugábamos a la pelota. Y tampoco lo jugábamos en canchas de césped sintético como hoy lo hacen  la mayoría de los pibes...y pibas, agrego.  Permítanme decir que tampoco tomábamos en serio siquiera en aquellos años que las chicas lo jugaran. No es un comentario machista, pero eso era así en los 80. No tengo nada en contra que las mujeres lo hagan. Lo celebro.

Y nos juntábamos en la esquina del cole que en ese entonces se llamaba "Colegio Nacional y Comercial Nro 1 Cdte. Luis Piedra Buena",  tanto nombre para que siempre lo llamáramos "el piedra".

Las tres de la tarde solía ser el horario pactado para juntarnos,  frente al "kiosquito". Así, en diminuto, porque no era un local sino una ventana de una casa (costumbre argenta para sobrevivir en épocas complicadas, que para nosotros equivale a decir "siempre")  que lo atendía un matrimonio mayor. Ahora que rondo los cincuenta años me espanta pensar que quizás esa pareja tuviera cincuenta y pico. Y para uno, a la edad de 15 o 16 años uno de 30 ya era viejo, pasados los 40 directamente "jovatos", así "jovátos" para refrendar que eran viejos-viejos. En esa esquina, después de los partidos o picado, hacíamos lo que hoy se conoce como "tercer tiempo"; en ese entonces era compartir una Coca Cola de litro, en envase de vidrio; y la tomábamos del "pico" (nadie quería beber el último trago, pensábamos que era los restos salivados de cada uno), mientras analizábamos nuestro desempeño futbolístico. Así, hasta que el sol cayera.

Los que salíamos de la clase vestíamos el equipo de gimnasia. Y si bien la escuela era pública tenía su remera que la identificaba. La nuestra era celeste -que gastada se transformaba en un violeta-  con una franja horizontal azul oscuro y el escudo blanco a la izquierda. Para mí, era espantosa, y eso que jamás fui de preocuparme por la ropa. Esa remera me recordaba a la casaca que usaba un personaje de "Fuga en el Siglo 23", una serie que veía de pibe en la tele blanco y negro.

Jugábamos a la pelota en el predio del club Lanús, detrás del colegio. Ninguno era socio, por eso debíamos colarnos. Y para lograr eso, caminábamos por una calle lateral, en ese entonces de tierra, que terminaba en el barrio inglés de Remedios de Escalada (Este).

Accedíamos desde Arias y caminábamos un buen tramo hasta encontrar el lugar ideal: un sector con césped y arbolado, cercano al enrejado. Pasábamos entre los barrotes que ya estaban forzados ( Hoy, por ese espacio, no podría pasar ni una de mis piernas). Allí armábamos la cancha. Uno de los arcos eran dos árboles y el otro lo hacíamos con las camperas o buzos.

Pan y queso... y a jugar.

Si no nos echaban (algo que no solía ocurrir) los partidos podían durar dos o tres  horas. A doce goles era lo habitual. Eran dos partidos casi seguros.

Esa tarde todo marchaba bien hasta ese momento que vi a Daniel acercarse  hacia mí corriendo y a los gritos. El otro Gustavo, que hacía atletismo, no corría, volaba.  "Tincho" fue una sombra que pasó a mi lado.

Parecían cucarachas cuando se enciende la luz.
Yo no entendía nada hasta que lo vi. El hombre,  se detuvo en lo que era la mitad de nuestra improvisada cancha,  con sus piernas abiertas, medio en cuclillas, con el brazo derecho estirado hacia adelante. En esa mano empuñaba una pistola. Y gritaba a alguien que tardé unos segundos en ubicar: un joven que venía corriendo por la calle de tierra hacia Arias. Corría en zigzag porque era el destinatario de esas balas. Uno de los disparos pegó en la reja,  escuché el sonido metálico al impactar. Ahí caí en la cuenta de lo que ocurría, entonces reaccioné y fuí una cucaracha más. Corrí, me alejé hasta echarme de cabeza detrás de un muro. Desde ahí lo veía a Alejandro, que no buscaba esconderse detrás de un árbol sino que parecía querer introducirse en el tronco mismo. Por allá veía los rulos del "rabu" que asomaba por encima de un arbusto.

El hombre quedó solo, gritándole a ese infeliz que siguió corriendo sin detenerse hasta que se perdió de vista. Había logrado salir de su campo de tiro, para hablar en lenguaje  de polígono.

Finalmente el hombre pareció darse cuenta de la escena que había provocado y argumentando un robo se alejó. Demoramos unos segundos en salir cada uno de su improvisado refugio. Fue lento ese regreso a buscar la ropa que habíamos dejado tirada. Esa tarde el partido concluyó mucho antes.
No hubo vencedores ni vencidos. Hubo, eso sí, mucho para hablar y reírnos en la esquina del kiosquito mientras apurábamos la tercera botella de coca cola de litro, sin pensar en quién se tomaría el último trago.

A mis amigos del cole...y de la vida

Juan Pablo Gómez
@2020.

Comentarios

Grace OLAYA ha dicho que…
Hermoso tu cuento.Me encantó.Tiene frescura juvenil,mezclado con tu vida actual.Dos por tres corrían a alguno por ese callejón.Mi clase de 1ero 1era daba al estacionamiento y tengo en mis pupilas la imagen. Estamos como Marcel Proust en su enorme obra "EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO" Un abrazo colega.

Entradas populares de este blog

(Burzaco) Rotonda "El Vapor": De nombres, palmeras y helicópteros.

¿ Sabía usted por qué le dicen "El Vapor"?. La licenciada Silvana Rodriguez (citada también en otras entradas anteriores ) nos trae la respuesta: El cruce de las actuales Avenidas Espora y Moteverde, conocido como “Rotonda El Vapor”, tiene una historia interesante. Este cruce es conocido desde principios del siglo XIX, ya que se trata de los caminos más antiguos que tenemos. En ese entonces una de las industrias más importantes eran las graserías, donde se manofacturaba parte del ganado que se carneaba en las estancias mucho más al sur; estas graserías eran conocidas como “vapores”, por las emanaciones de sus chimeneas. Así a principios de 1800 una grasería se instala en las inmediaciones de este cruce y con el tiempo se empezó a conocer como cruce del “vapor”, actualmente “Rotonda El Vapor”. A principios del siglo XX se confunde este nombre, la grasería ya no existía, con El Vapor de la Carrera, barco que cruzaba el Río de la Plata uniendo la ciudad de Buenos Aires con Colo

Mis vecinos están de fiesta...

Y cuando ellos festejan algo, sabemos muy bien lo que va a pasar. De hecho, está pasando en este preciso momento; en la casa contigua. Sus vecinos, o sea nosotros y, me arriesgaría a decir toda la manzana, estamos escuchando su música a todo volumen. Y para colmo de males… cumbia. Cumbia y gritos. Porque también acostumbran acompañar la “melodía” con gritos, gritos de alcohol, supongo. De cerveza o vino, da igual. Acaban de escucharse dos alaridos seguidos. Y los enganchados de cumbia que no paran ni un minuto…este ritmo tan pegadizo…porque te pega en el marote como un martillo. Digo, me pregunto, ¿ por qué no se quedará afónico mi vecino? Corrección, ¿por qué no se quedará afónico mi vecino y el que lo acompaña en su grito?, hacen un duo. Dos, a falta de uno. Pero esto recién empieza. Este coctel explosivo (para las cabezas de sus vecinos) de cumbia, gritos y vaya a saber que más durará toda la noche. Hasta las 8 am aproximadamente. Si, si….son de larga duración. Y al final vendrá la

De golosinas y kioscos de nuestra infancia. Con nostalgia y un poco de humor (Parte I).

Si hay algo que uno recuerda con cierta añoranza son los kioscos de nuestra infancia. Aquellos lugares especiales donde uno entraba, y deseaba todo lo que en él había. Lógicamente del deseo al hecho había mucho trecho…Y eso estaba directamente relacionado a la posibilidad –generalmente económica- de compra de nuestros padres; algo que uno de niño no entendía, pero la vida te lo va enseñando a la fuerza… Por lo cual había golosinas que se convertían en deseos permanentes y hasta, a veces, incumplidos. ¿Quién no se ha sacado el gusto, ya de grande, de probar esa golosina de la que fuimos privados en nuestra infancia?, los motivos podían ser muchos, pero generalmente prevalecían dos: porque nos podían hacer mal o porque era cara. A veces la primera servía de excusa para no amargarnos con la segunda. Pero de adultos, al re-descubrir esa golosina en el kiosco, no podemos excusarnos y concretamos ese viejo anhelo. Pequeños placeres, que le llaman. Y si hay algo que podemos afirmar es que,