A raíz del caso de mi amigo que tuvo una adicción con el polvito saltarín, como adelanté en la primera parte, decidí consultar a un especialista.
José L. Taruffetti es psicólogo infanto juvenil.
Le expliqué que estaba escribiendo un artículo sobre las golosinas y los kioscos de nuestra infancia, y me interesaba que me diera su parecer sobre lo que le pasó a mi amigo. Taruffetti se acomodó y antes de comenzar a hablar, me ofreció "mielcitas"; esos pequeños sachecitos coloridos por su contenido, que de niños masticábamos para vaciarlos del mismo, otro producto del cual desconocemos su proceso de higiene, o lo que es más acertado decir, no lo tiene.
Mientras chupaba la mielcita, fue como una especie de "deja vu", porque sentí que esa escena ya la había vivido con mi amigo. Recordé entonces, como si de un flashback se tratara, que saliendo de su adicción por el "Pop Rocks" (ese polvillo rojo), mi amigo recayó en otra. Precisamente, en las "mielcitas". Era ciertamente, no digo grave, pero si preocupante. Porque sólo consumía mielcitas amarillas. Ni rojas, ni verdes. Únicamente amarillas. ¿Que tiene de preocupante?, pensará usted. Le cuento.
Ocurrió una tarde.
Cuando ya no quedaba mielcitas amarillas en los kioscos del barrio, porque lógicamente se las había consumido todas él solo. Fue entonces que mi amigo comenzó con una crisis. Y la misma lo derivó a ser hospitalizado para un lavaje de estómago. ¿Pudo ese noble producto producir semejante situación?. No precisamente. Y me explico.
Mi amigo volvía a su casa algo deprimido por no tener su deseado sachecito amarillo cuando entró a la cocina y como si de una alucinación se tratara, como si un espejismo engañoso fuera, algo le hizo perder la cordura. Se lanzó sobre el sachet de "pinolux" que la madre utilizaba para refregar la mesada de la cocina. Ni el grito de ella, ni el cachetazo en la nunca lo hicieron desprenderse del sachet. Lo vació todo. Fue así como a los gritos pelados la madre pidió a un vecino llevarlo al hospital. Los médicos, por suerte, lograron controlar la emergencia, y luego del lavaje de estómago se sorprendían y se pasaban las placas de la ecografía unos a otros. Los órganos brillaban de limpios que estaban. Fue un caso de estudio en la Universidad de Medicina.
El licenciado Taruffetti que no había escuchado ni una palabra de lo que había narrado, me miró como extrañado, se acomodó los lentes y me dijo desafiante:
-¿Sabe?. Lo que que para un infanto de hoy es el cotizado huevo " kinder ", en nuestra época era el sencillo chupetin Topolín, con sorpresa. Ese que resiste con honores y se mantiene en las marquesinas de los kioscos. Es, a mi parecer, un claro ejemplo comparativo de la niñez actual con la otrora, de nuestra infancia- continúo diciendo con un halo de misterio Taruffetti.
- En la infancia de hoy, un niño o una niña quiere una sofisticada golosina -que no lo es por su envase, ya que solo se trata de un huevo- que contiene piezas de un juguete que viene acompañado de un "plano" con "indicaciones" de como armarlo. Fíjese también el mensaje simbólico que nos trae esa cotizada golosina - me dice Taruffetti mientras pita su pipa plástica lanza burbuja a la vez que con su mano derecha intenta embocar la bocha del balero. En comparación con la que usted comía en su infancia, que por su valor era de fácil acceso para las masas: un sencillo chupetín casi transparente que venía con un simple "juguetito" que consiste en un trozo de plástico que a veces ni forma definida tenía. Uno suponía entonces que era un autito rojo lo que le tocó por sorpresa, pero hasta quizás no estaba definida su silueta...Sin embargo, usted niño, dejaba volar su imaginación y jugaba feliz con ese pedacito de plástico..."- casi no concluye la frase por la emoción que lo había embargado. "Los niños de hoy, en cambio - siguió Taruffetti-, logran llegar a tener ese sofisticado juguetito ¿cómo? rompiendo los huevos, que además nos cuesta como lo que es su envase. Y encima con piezas que hay que encastrar leyendo los planos como si de un maqueta de avión se tratara. Ya me imagino a algunos de sus ingenieros, a esos cerebros huevones, disfrutando saber que al adulto, que el niño o niña recurrirá para armarlo, le costará un......"-y me mira el licenciado, como preguntando...a la espera de mi respuesta- "un huevo"- digo casi preguntando. Y él, por fìn asiente, y sigue: - Exácto, le costará un huevo armarlo. Y mientras el niño o niña está devorando el chocolate, los adultos están luchando con un juguete. Juguete con el que el infanto jugará lo que dura un pedo en una canasta...," concluye casi resinado. Pero retoma el hilo y levantando nuevamente la mirada, la voz y hasta el índice de su mano, exclama: -¿¡Para luego queeee!? - ya está casi gritando- ¡para pasar a pedir otra cosa....como el “spinner” por ejemplo!, concluyó ya evidentemente sulfurado.
Abandoné el consultorio, mientras el licenciado arrojaba con furia el valero hacia la ventana, haciendo estallar su vidrio, a la vez que pateaba los juguetes que lo rodeaban. Lo que menos quería yo, era contagiarme esa ira; pero mucho menos ligarme los retos de su madre, que se acercaba al consultorio a los gritos: -¡ya vas a ver José, ya vas a ver....estoy yendo!. Fue de regreso a casa, mientras caminaba pensativo, que llegué a la siguiente conclusión:
La niñez de antes era un "Topolín", económica y simple-; la actual, un “Kinder”, sofisticada y costosa.
Mientras chupaba la mielcita, fue como una especie de "deja vu", porque sentí que esa escena ya la había vivido con mi amigo. Recordé entonces, como si de un flashback se tratara, que saliendo de su adicción por el "Pop Rocks" (ese polvillo rojo), mi amigo recayó en otra. Precisamente, en las "mielcitas". Era ciertamente, no digo grave, pero si preocupante. Porque sólo consumía mielcitas amarillas. Ni rojas, ni verdes. Únicamente amarillas. ¿Que tiene de preocupante?, pensará usted. Le cuento.
Ocurrió una tarde.
Cuando ya no quedaba mielcitas amarillas en los kioscos del barrio, porque lógicamente se las había consumido todas él solo. Fue entonces que mi amigo comenzó con una crisis. Y la misma lo derivó a ser hospitalizado para un lavaje de estómago. ¿Pudo ese noble producto producir semejante situación?. No precisamente. Y me explico.
Mi amigo volvía a su casa algo deprimido por no tener su deseado sachecito amarillo cuando entró a la cocina y como si de una alucinación se tratara, como si un espejismo engañoso fuera, algo le hizo perder la cordura. Se lanzó sobre el sachet de "pinolux" que la madre utilizaba para refregar la mesada de la cocina. Ni el grito de ella, ni el cachetazo en la nunca lo hicieron desprenderse del sachet. Lo vació todo. Fue así como a los gritos pelados la madre pidió a un vecino llevarlo al hospital. Los médicos, por suerte, lograron controlar la emergencia, y luego del lavaje de estómago se sorprendían y se pasaban las placas de la ecografía unos a otros. Los órganos brillaban de limpios que estaban. Fue un caso de estudio en la Universidad de Medicina.
El licenciado Taruffetti que no había escuchado ni una palabra de lo que había narrado, me miró como extrañado, se acomodó los lentes y me dijo desafiante:
-¿Sabe?. Lo que que para un infanto de hoy es el cotizado huevo " kinder ", en nuestra época era el sencillo chupetin Topolín, con sorpresa. Ese que resiste con honores y se mantiene en las marquesinas de los kioscos. Es, a mi parecer, un claro ejemplo comparativo de la niñez actual con la otrora, de nuestra infancia- continúo diciendo con un halo de misterio Taruffetti.
- En la infancia de hoy, un niño o una niña quiere una sofisticada golosina -que no lo es por su envase, ya que solo se trata de un huevo- que contiene piezas de un juguete que viene acompañado de un "plano" con "indicaciones" de como armarlo. Fíjese también el mensaje simbólico que nos trae esa cotizada golosina - me dice Taruffetti mientras pita su pipa plástica lanza burbuja a la vez que con su mano derecha intenta embocar la bocha del balero. En comparación con la que usted comía en su infancia, que por su valor era de fácil acceso para las masas: un sencillo chupetín casi transparente que venía con un simple "juguetito" que consiste en un trozo de plástico que a veces ni forma definida tenía. Uno suponía entonces que era un autito rojo lo que le tocó por sorpresa, pero hasta quizás no estaba definida su silueta...Sin embargo, usted niño, dejaba volar su imaginación y jugaba feliz con ese pedacito de plástico..."- casi no concluye la frase por la emoción que lo había embargado. "Los niños de hoy, en cambio - siguió Taruffetti-, logran llegar a tener ese sofisticado juguetito ¿cómo? rompiendo los huevos, que además nos cuesta como lo que es su envase. Y encima con piezas que hay que encastrar leyendo los planos como si de un maqueta de avión se tratara. Ya me imagino a algunos de sus ingenieros, a esos cerebros huevones, disfrutando saber que al adulto, que el niño o niña recurrirá para armarlo, le costará un......"-y me mira el licenciado, como preguntando...a la espera de mi respuesta- "un huevo"- digo casi preguntando. Y él, por fìn asiente, y sigue: - Exácto, le costará un huevo armarlo. Y mientras el niño o niña está devorando el chocolate, los adultos están luchando con un juguete. Juguete con el que el infanto jugará lo que dura un pedo en una canasta...," concluye casi resinado. Pero retoma el hilo y levantando nuevamente la mirada, la voz y hasta el índice de su mano, exclama: -¿¡Para luego queeee!? - ya está casi gritando- ¡para pasar a pedir otra cosa....como el “spinner” por ejemplo!, concluyó ya evidentemente sulfurado.
Abandoné el consultorio, mientras el licenciado arrojaba con furia el valero hacia la ventana, haciendo estallar su vidrio, a la vez que pateaba los juguetes que lo rodeaban. Lo que menos quería yo, era contagiarme esa ira; pero mucho menos ligarme los retos de su madre, que se acercaba al consultorio a los gritos: -¡ya vas a ver José, ya vas a ver....estoy yendo!. Fue de regreso a casa, mientras caminaba pensativo, que llegué a la siguiente conclusión:
La niñez de antes era un "Topolín", económica y simple-; la actual, un “Kinder”, sofisticada y costosa.
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